© Trícia Barrachina
Esdevé la vesprada com una arena dins un rellotge de vidre.
Ha plogut fa unes hores.
Ha plogut fort,
com per trencar en bocins
l'apegalosa peresa amant
que em llepa l'ànima.
Et pense sota una música
que acarona els plecs, la pell,
i ens imagine aliens,
sobre els llençols desfets,
volant, estesos com estem,
ignorant voluntàriament els forats
que ens soterren cada dia de cada hora,
cuinant un món impossible
més impossible encara sense nosaltres.
Posem sal a certes paraules i
unes gotetes de llima, potser;
tallem en juliana els moments del metro,
i afegim mitja punteta de pebrera
mentre creuem imprudents alguns
semàfors en roig ciutat endins.
Torrem aquelles insidioses cartes del banc
que sempre acaben arribant,
gratinem eixa trucada telefònica
que ens ha posat pedra en sabata
–sabata en pedra–
i tot des dels foguers d'un llit blanc
que simplement està,
com la resta de les coses que estan,
que movem, titellaires, amb ulls cecs,
que se'ns oferixen sense voluntat, pacients.
Mirem, des d'allà, un sostre
del que penja una làmpara
que a penes arribem a encendre,
buscant l'anhelat oblit absolut.
Supervivència humana
–sí.
Felicitat en carícies
–també.
–
Sucede la tarde como una
arena dentro de un reloj de cristal.
Ha llovido hace unas horas.
Ha llovido fuerte,
como para romper en pedazos
la pegajosa pereza amante
que me lame el alma.
Te pienso bajo una música
que acaricia los pliegues, la piel,
y nos imagino ajenos,
sobre las sábanas deshechas,
volando, tendidos como estamos,
ignorando voluntariamente los agujeros
que nos entierran cada día de cada hora,
cocinando un mundo imposible
más imposible todavía sin nosotros.
Ponemos sal a ciertas palabras y
unas gotitas de limón, tal vez;
cortamos en juliana los momentos del metro,
y añadimos media puntita de guindilla
mientras cruzamos imprudentes algunos
semáforos en rojo ciudad adentro.
Tostamos aquellas insidiosas cartas del banco
que siempre acaban llegando,
gratinamos esa llamada telefónica
que nos ha puesto piedra en zapato
–zapato en piedra–
y todo desde los fogones de una cama blanca
que simplemente está,
como el resto de las cosas que están,
que movemos, titiriteros, con ojos ciegos,
que se nos ofrecen sin voluntad, pacientes.
Miramos, desde allí, un techo
del que cuelga una lámpara
que apenas llegamos a encender,
buscando el ansiado olvido absoluto.
Supervivencia humana
–sí.
Felicidad en caricias
–también.
arena dentro de un reloj de cristal.
Ha llovido hace unas horas.
Ha llovido fuerte,
como para romper en pedazos
la pegajosa pereza amante
que me lame el alma.
Te pienso bajo una música
que acaricia los pliegues, la piel,
y nos imagino ajenos,
sobre las sábanas deshechas,
volando, tendidos como estamos,
ignorando voluntariamente los agujeros
que nos entierran cada día de cada hora,
cocinando un mundo imposible
más imposible todavía sin nosotros.
Ponemos sal a ciertas palabras y
unas gotitas de limón, tal vez;
cortamos en juliana los momentos del metro,
y añadimos media puntita de guindilla
mientras cruzamos imprudentes algunos
semáforos en rojo ciudad adentro.
Tostamos aquellas insidiosas cartas del banco
que siempre acaban llegando,
gratinamos esa llamada telefónica
que nos ha puesto piedra en zapato
–zapato en piedra–
y todo desde los fogones de una cama blanca
que simplemente está,
como el resto de las cosas que están,
que movemos, titiriteros, con ojos ciegos,
que se nos ofrecen sin voluntad, pacientes.
Miramos, desde allí, un techo
del que cuelga una lámpara
que apenas llegamos a encender,
buscando el ansiado olvido absoluto.
Supervivencia humana
–sí.
Felicidad en caricias
–también.
